1. Algunas
consideraciones previas
La
presentación de este panorama de teorías éticas exige realizar
algunas precisiones, mismas que ayudarán a comprender con mayor
facilidad los objetivos y alcances del presente ensayo.
En
primer lugar, he de indicar que parto de la diferenciación entre ética
y moral (Cortina, 1996: 28-32). Esto se hace necesario toda vez que
generalmente en la vida cotidiana y en algunos círculos de discusión
ambos términos son intercambiados sin mediación reflexiva, cuestión
que genera discusiones que en caso de partir de la previa distinción no
tendrían ningún fundamento. La moral es el conjunto de códigos o
juicios que pretenden regular las acciones concretas de los hombres
referidas ya sea al comportamiento individual, social o respecto a la
naturaleza, ofreciendo para esto normas con contenido, ella trata de
responder a la cuestión qué debo hacer (Cortina: 1996:89/Höffe, 1994:
190); la ética por su parte, constituye un segundo nivel de reflexión
acerca de los códigos, juicios o acciones morales y en ella la pregunta
relevante es por qué debo, esto es, la ética tiene que dar razón
mediante reflexión filosófica (conceptual y con pretensiones de
universalidad) de la moral, tiene que acoger el mundo moral en su
especificidad y dar reflexivamente razón de él. (Cortina, 1996:31,
2000:29 y 221/Höffe, 1994:99). La primera es moral
vivida; la segunda moral
pensada (Aranguren, 1997: 3, 58-60).
Las
teorías éticas son pues aquellas propuestas que pretenden dar razón
de la forma de moralidad. Es por esto que puede entenderse que
de aquí se excluyan todas aquellas corrientes que como el
positivismo científico y el racionalismo crítico, niegan o rechazan
cualquier intento de fundamentación de los juicios morales.
Respecto
al término contemporáneo, es evidente que se utiliza en el sentido de
existente en este mismo tiempo, aunque como se irá revelando en las
referencias específicas de cada autor son propuestas que han venido
desplegándose poco a poco desde la década de los setenta hasta
nuestros días.
En
el siglo XIX John Stuart Mill (Mill, 1994:37) señalaba que desde los
inicios de la filosofía la cuestión relativa a los fundamentos de la
moral ha sido considerada como el problema prioritario del pensamiento
especulativo y que este mismo ha dividido a las mentes en sectas y
escuelas. Efectivamente, una lectura de la historia ética permite
descubrir en diferentes momentos y espacios propuestas que
compiten entre sí por dar razón del fenómeno moral (Camps: 1988,
1992:11-27; Cortina, 2000: 29-97). En la actualidad la discusión ética
parece centrarse fundamentalmente entre sustancialistas y
procedimentalistas; con este esquema habremos de presentar el panorama
ético actual.
En
una caracterización inicial, podemos decir que mientras el
procedimentalismo considera que la tarea ética estriba en descubrir los
procedimientos legitimadores de las normas (Cortina, 2000: 75-78), el
sustancialismo sostiene como tarea ética la búsqueda dentro de la
praxis concreta de la racionalidad inmanente a la misma. En esta
clasificación omniabarcante podemos incluir dentro de las propuestas
procedimentaslistas a: Karl Otto Apel, Jürgen Habermas y Adela Cortina,
todos ellos con propuestas inscritas dentro de la ética discursiva,
Enrique Dussel defensor de una ética de la liberación que ha tenido
sus mayores repercusiones en los países del Sur y John Rawls que se
inscribe dentro del neocontractualismo; dentro de las teorías éticas
sustancialistas pueden incluirse las propuestas de Charles Taylor
–neohegelianismo-, Alasdair MacIntyre –neoaristotelismo- y Richard
Rorty –neopragmatico-.
Ahora
bien, es evidente que por muchos esfuerzos que se realicen en esto de
las clasificaciones comprensivas, éstas no dejan de ser arbitrarias y
de generar injusticias en los tratamientos, un buen ejemplo de esto es
hablar de las propuestas utilitaristas de Mill y Bentham, autores en los
que existen enormes diferencias (Guisán, 1992: 269-295), es por esto
que intentaremos un tratamiento corriente-pensador que ofrezca una visión
más clara de las propuestas.
El
objetivo que se persigue es presentar las propuestas éticas actuales más
representativas en cuanto a proyección y nivel de discusión, el
alcance es solo clarificador acerca de cuáles son las ideas éticas que
actualmente tienen mayor relevancia y que por tal suelen ser
transportadas a otros ámbitos como el jurídico y político. Obviamente
estas últimas cuestiones exceden los propósitos de este trabajo por lo
que tendrán que dejarse pendientes para ulteriores desarrollos.
2. Sustancialismo
El
Sustancialismo (comunitarismo en Apel y Höffe, viejo conservadurismo en
Habermas) presenta un marcado rechazo a la modernidad y cree preciso el
retorno a etapas anteriores a la misma y a una razón sustantiva.
El
punto de arranque del sustancialismo lo constituye el pluralismo
característico de nuestro tiempo, desde el cual, no puede hablarse de
una sola teoría que dé cuenta de las diferentes concepciones del bien,
es por esto que rechaza las estrategias cognitivistas de fundamentación
del punto de vista moral, esto es, rebate y ataca a las teorías que
buscan un punto de referencia universal, más allá de las comunidades
concretas, porque desde su punto de vista éstas no son más que
reducciones formales de una realidad ética mucho más rica y compleja.
Su propuesta es la de una filosofía moral que atienda más a la
pluralidad de las formas de bien que a una concepción de definición
racional (Thiebaut, 1992: 40). Desde su perspectiva las propuestas éticas
universalistas son insuficientes
para dar cuenta de la complejidad de la vida moral concreta por su sesgo
estrictamente cognitivista y racionalista, por su reducción de lo moral
a un único tipo de criterio deontológico y por su intento de definir
el punto de vista moral desde fuera de la perspectiva del participante
en la primera persona.
El
sustancialismo critica la distinción moderna entre el bien y lo justo y
suscribe la tesis de que lo justo
no es pensable sino como forma de bien (Taylor, 1996: 102-106) y de que
éste siempre y en última instancia tiene una referencia contextual y
que en este sentido las formas concretas de bien moral son las que
determinan de hecho el punto de vista ético.
Finalmente,
cabe señalar que esta corriente ha asumido la recuperación de la noción
de felicidad como tarea central de la ética y de la concepción moral
de la persona (Thiebaut, 1992: 48-49).
2.1 Alasdair MacIntyre
El
filósofo británico Alasdair MacIntyre en 1981, en Tras
la virtud presenta una propuesta ética
sustancialista que es
considerada junto con la de Charles Taylor como lo más representativo
de esta corriente de pensamiento.
MacIntyre
en la obra señalada induce al
lector a pensar un mundo imaginario habitado por seudo científicos y
todas las consecuencias que con este mundo vendrían, con este ejercicio
pretende extrapolar la situación al campo de la filosofía contemporánea
y afirma que en el mundo actual el lenguaje de la moral se encuentra en
un grave estado de desorden (MacIntyre, 1981: 13-15).
Para
entender la situación en la que se encuentra el lenguaje moral, cree él
necesario entender su historia, misma que debería escribirse en tres
grandes etapas. La primera, es aquella en la que floreció el lenguaje
moral, este florecimiento MacIntyre lo sitúa en las sociedades que
encarnan el pensamiento del teísmo clásico y en particular en el
pensamiento de Aristóteles y Santo Tomás, que de hecho son su
principal marco teórico. La
segunda etapa es aquella en la que el lenguaje moral sufrió la catástrofe,
misma que desde su perspectiva fue ocasionada por la Ilustración.
Finalmente, la tercera etapa es aquella en la que el lenguaje
moral fue restaurado, aunque de una forma dañada y desordenada.
Tras
esta imperfecta restauración no ha quedado lugar más que a un
emotivismo que inunda todas las esferas de la vida (MacIntyre, 1981:
25-39). En realidad nuestro mundo es caótico y desordenado, presenta en
sus creencias una mezcolanza de doctrinas, ideas y teorías que
provienen de épocas y culturas distintas, de las que muchas de las
veces se hacen tratamientos ahistóricos por parte de los filósofos
contemporáneos. Para él, el ethos
configurado por la modernidad ha dejado de ser creíble y el proyecto de
la Ilustración ha sido un auténtico fracaso, por esto es inútil
continuar con la búsqueda iniciada por la Ilustración de una moral autónoma
y racionalidad universal (Camps, 1981: 7). La solución a este desorden
iniciado por la Ilustración es
intentar restaurar en la medida de lo posible la moral perdida.
En
el anterior sentido es que cree nuestro autor que la gran obra a
redescubrir es la Ética a Nicómaco, en
la que el filósofo estagirita establece la triple concepción de
naturaleza: ineducada -el hombre tal como es-, ética
racional y naturaleza humana -tal
como podría ser el hombre si
realizara su telos-.
Esta
triple concepción aristotélica permanece central
en la concepción teísta del pensamiento y ambas tradiciones,
bajo esta forma ofrecen al hombre un telos,
que en el primer caso será el de cumplir su papel en la sociedad
teniendo en cuenta que lo importante es el bien
de la comunidad, y en el segundo el sujeto se encuentra unido a
la comunidad con una vida llena de sentido, porque le sigue ofreciendo
un fin, aunque éste se encuentre ahora en el otro mundo (MacIntyre,
1981: 76-84). El fracaso de la Ilustración se debe fundamentalmente,
según su diagnóstico, a que ésta no ofrece ningún fin al sujeto.
El
sujeto es entendido en este tenor por MacIntyre no sólo como libre para
construir su vida, sino enraizado de antemano en una forma de vida que
le otorga sentido, no tanto individualmente, sino en común con los
otros. De ahí que considere que en todas las épocas puedan
identificarse ciertos personajes como papeles sociales que proveen
definiciones morales a una cultura. Pero y aunque en la vida moderna
estos personajes son tres: el rico esteta, el gerente y el terapeuta
(MacIntyre, 1981: 43-49), ninguno de ellos presenta un fin concreto a
perseguir.
Por
tanto, para MacIntyre es preciso recobrar una moral de virtudes. Pero de
acuerdo a la evidencia que existe del carácter complejo, histórico y múltiple
del concepto de virtud, se debe proporcionar un fondo sobre el cual
pueda hacerse inteligible tal concepto, y para esto hay por lo menos
tres fases en el desarrollo lógico del mismo que han de ser
identificadas por orden si se quiere entender el concepto capital de
virtud. La primera fase es lo que él denomina práctica, la segunda es
el orden narrativo de una vida humana única y la tercera es una
descripción de lo que constituye una tradición moral. Cada fase
involucra a la anterior, pero no a la inversa (MacIntyre, 1981:
233-234).
1.
La práctica es para MacIntyre cualquier forma compleja y coherente de
actividad humana cooperativa, establecida
socialmente, mediante la cual se realizan los bienes (que pueden ser
internos o externos, los primeros repercuten positivamente en toda la
comunidad que participa en la práctica, y los segundos son propiedad de
cada sujeto en particular) inherentes a la misma. (MacIntyre, 1981:
233). Por la práctica el sujeto adquiere bienes internos y externos y
la virtud será entonces entendida como la búsqueda de los bienes
internos, esto es, de los bienes que repercuten positivamente en toda la
comunidad.
2.
El orden narrativo de una vida humana única viene dada en el sentido
de que el sujeto posee unidad
narrativa. En el proceso de la vida el sujeto es coautor de su propia
historia y su vida sólo tendrá sentido en la medida en que ésta
resulte inteligible y esto sólo es posible si él sabe con claridad cuál
es su meta. Ahora bien, esta meta del hombre no sólo viene situada en
relación a las prácticas, sino también con la vida buena que es la
vida dedicada a buscar la vida buena para el hombre, y las virtudes
necesarias para la búsqueda son aquellas que nos capacitan para
entender más y mejor en qué consiste ésta (MacIntyre, 1981: 271).
3.
La tradición moral corresponde en MacIntyre a la esfera comunitaria o
social del hombre, así dice que la historia de nuestra vida está
siempre embebida en la de aquellas comunidades de las que derivó
nuestra identidad (MacIntyre, 1981: 272). Nacido en una determinada
tradición el hombre hereda una serie de deberes y expectativas de
diversas esferas, a partir de las cuales y con la consiguiente apropiación
de virtudes podrá integrarse a la comunidad y podrá tener una auto
comprensión de sí mismo. Es necesaria pues la consecución de virtudes
que son las cualidades necesarias para lograr no sólo la práctica,
sino también los bienes internos de la misma; los cuales contribuyen al
bien de una vida completa y a la búsqueda del bien humano, que es el
criterio de moralidad, mismo que sólo puede elaborarse y poseerse
dentro de una tradición social vigente.
A
través de este fondo, de las tres fases del desarrollo lógico del
concepto de virtud (práctica, unidad narrativa y tradición moral),
puede hacerse inteligible la virtud. MacIntyre afirma que la moral que
no es moral de una sociedad en particular no se encuentra en parte
alguna (MacIntyre, 1981: 324). Para él, no existe, ni puede existir una
moral en abstracto, sino que más bien existen morales concretas
situadas en tiempos y espacios determinados, en culturas y entornos
sociales específicos. De hecho para MacIntyre las filosofías morales,
aunque aspiren a más, siempre expresan la moralidad de algún
punto de vista concreto social y cultural (MacIntyre, 1981: 228).
Sin
embargo, a pesar de la particularidad y concreción, y sobre todo por el
fracaso de la Ilustración, MacIntyre estima que es la tradición moral
aristotélica el mejor ejemplo que poseemos de tradición y que ésta se
encuentra en condiciones de proporcionar a nuestros tiempos cierta
confianza racional en sus recursos epistemológicos y morales
(MacIntyre, 1981: 338).
2.2 Richard Rorty
De
la propuesta del filósofo estadounidense Richard Rorty, trabajaremos
fundamentalmente dos de sus obras: Contingencia,
ironía y solidaridad y El
pragmatismo una versión, en las que creemos encontrar la clave de
su pensamiento ético.
El
pensamiento de Richard Rorty presenta como marco teórico dos tendencias
diversas, aunque convergentes: una versión de postmodernismo
representada por Heidegger, Gadamer y Derrida,
y una visión que intenta la disolución de los problemas teológicos
y metafísicos, trabajada sobre todo en el segundo Wittgenstein, Donald
Davidson (Rorty, 1996), John Dewey y William James, estos dos últimos
fundadores del pragmatismo clásico (Rorty, 2000: 26-27) y a partir de
los cuales este autor ha sido ubicado como perteneciente al
neopragmatismo.
Richard
Rorty parte en Contingencia, ironía
y solidaridad de la contingencia del lenguaje, del yo y de la
comunidad liberal. Basándose en la actitud wittgensteiniana
desarrollada por Davidson, Rorty afirma
la historicidad del lenguaje, en donde las viejas metáforas se
desvanecen para servir de base y contraste de metáforas nuevas. Esto
permite concebir “su lenguaje” –de la ciencia y cultura europea
del siglo XX- (Rorty, 1996: 29-42) como algo que cobró forma a raíz de
un gran número de meras contingencias (Rorty, 2000: 113-114). Así,
para este autor el lenguaje y la cultura europea no son más que una
contingencia, resultado de miles de pequeñas mutaciones. En este
contexto, para Rorty hay verdades porque la verdad es una propiedad de
los enunciados, porque la existencia de los enunciados depende de los léxicos,
y porque los léxicos son hechos por los seres humanos; no poseemos una
consciencia prelinguística a la que el leguaje deba ajustarse, no
tenemos una percepción profunda de cómo son las cosas, lo que tenemos
es simplemente una disposición a emplear el lenguaje de nuestros
ancestros, a venerar los cadáveres de sus metáforas.
Mientras
Davidson y Wittgenstein son los encargados de demostrar la contingencia
de nuestro lenguaje; corresponderá a Nietzsche, Freud y Bloom demostrar
la contingencia de nuestra conciencia. Así, interpretando
fundamentalmente a los dos primeros autores (Rorty, 1996: 49-62) Rorty
afirma que la tradición filosófica occidental concibe la vida humana
como un triunfo en la medida en que transforma el tiempo, la apariencia
y la opinión individual en una verdad perdurable; pero que en realidad
la vida humana individual o la historia de la humanidad en su conjunto
no son algo en lo cual se alcance triunfalmente una meta preexistente.
El trasfondo de ambas no es ni una realidad que está ahí fuera de
manera constante, ni una fuente interior de inspiración, en lugar de
ello debe concebirse la propia vida o la de la comunidad como una
narración en proceso de auto superación.
La
contingencia de una comunidad liberal viene empatada con la contingencia
del lenguaje y del yo, así, la propuesta de sociedad liberal de Rorty
es la de aquella que se limita o complace en llamar verdadero al
resultado de una comunicación no distorsionada, sea cual fuere el
resultado. Una comunicación no distorsionada es la que tiene lugar
cuando la prensa, el poder judicial, las elecciones y las universidades
son libres, la movilidad social es frecuente y rápida, el alfabetismo
es universal, la educación superior es común, y la paz y prosperidad
han hecho posible que se disponga del tiempo necesario para prestar
atención a muchísimas personas diferentes y para pensar acerca de lo
que éstas dicen. Por lo anterior, desde su punto de vista, se sirve mal
a una sociedad liberal con el intento de dotarla de fundamentos filosóficos,
mismos que presuponen un orden de temas y argumentos que son anteriores
a la confrontación entre los viejos y nuevos léxicos y anula sus
resultados, es decir, anula la posibilidad de que la cultura liberal
contemporánea cree un léxico que sea enteramente suyo, depurándolo de
los residuos de un léxico que fue hecho para las necesidades de épocas
pasadas (Rorty, 1996: 71).
La
misma regla que funge para la concepción de la verdad dentro de la
comunidad liberal, sirve para la concepción de la corrección normativa
y el bien. Lo verdadero y lo bueno es todo aquello que resulte de la
libre discusión, lo importante para Rorty es cuidar de la libertad política,
porque la verdad y el bien se cuidarán de sí mismos (Rorty, 1996:
102).
Una
vez vista la contingencia en plenitud –lenguaje, yo y sociedad- Rorty
se encamina a trabajar otro concepto central en su trabajo: la ironía.
Para él los sujetos llevan consigo una serie de palabras que les
permiten justificar sus acciones, creencias y vida, son las palabras con
las que narramos prospectiva o retrospectivamente nuestras vidas, este
conjunto de palabras las define como léxico
último. Un ironista es
la persona que: 1. tiene dudas radicales y permanentes sobre ese léxico
último, debido a que han incidido en ella otros léxicos últimos; 2.
se da cuenta que un argumento formulado con su léxico actual no puede
ni consolidar ni eliminar esas dudas, y 3. en la medida que reflexiona
sobre su situación no piensa que su léxico esté más cerca de la
realidad que los otros, o que esté en contacto con un poder distinto de
ella misma. Los ironistas saben siempre que los términos mediante los
cuales se describen a sí mismos están sujetos a cambio, porque saben
siempre de la contingencia y la fragilidad de sus léxicos últimos y,
por tanto de su yo (Rorty, 1996: 91-92).
El
sujeto de Rorty es el ironista, los ciudadanos de su sociedad liberal
son las personas que perciben la contingencia de su lenguaje de
deliberación moral, conciencia y comunidad. La figura paradigmática es el ironista
liberal quien piensa que los actos de crueldad son lo peor que se
puede hacer y quien combina el compromiso con una comprensión de la
contingencia de su propio compromiso y he aquí la ironía.
Finalmente
la solidaridad humana vendrá en manos de Rorty desprendida de su carácter
universal y racional. Para él, la
solidaridad humana sólo puede entenderse con referencia a aquel con el
que nos expresamos ser solidarios, con la idea es <<uno de
nosotros>>, en donde el nosotros es algo mucho más restringido y
más local que la raza humana. Esto tiene su razón de ser en que los
sentimientos de solidaridad dependen necesariamente de las similitudes y
las diferencias que nos den la impresión de ser las más notorias, y la
notoriedad estará a final de cuentas en función de ese léxico último
históricamente contingente (Rorty, 1996: 207-211). De esta manera la
solidaridad humana para el ironista liberal, figura central de la
sociedad liberal de Rorty, no
es cosa que dependa de la participación en una verdad común o en una
meta común, sino cuestión de compartir una esperanza egoísta común:
la esperanza de que el mundo de uno –las pequeñas cosas en torno a
las cuales uno ha tejido el propio léxico último- no será destruido.
Si
Rorty puede ser clasificado como sustancialista, será en el sentido de
que ofrece un contenido concreto de la moralidad, el de la democracia
estadounidense actual.
2.3 Charles Taylor
El
filósofo canadiense Charles Taylor, también puede ser ubicado como
sustancialista, pero a diferencia de MacIntyre que presenta un marcado
acento aristotélico y Rorty que se confiesa seguidor del pragmatismo,
éste preferirá el proyecto filosófico hegeliano.
En
un trazado general se puede decir que Taylor parte del progreso de la
historia occidental y de la humanidad, en el sentido de una síntesis de
tradiciones que finalmente han dado como resultado
una serie de continuidades históricas, mismas que constituyen
las fuentes morales de la modernidad y contemporaneidad. Este autor
asume una universalidad, pero concreta –la del Occidente moderno- y en
este sentido se constituye como sustancialista.
En
Fuentes del yo Taylor se impone una doble tarea: primero, articular
una historia de la identidad moderna de Occidente, y posteriormente,
demostrar cómo los ideales y proscripciones de esta identidad
configuran nuestro pensamiento filosófico, nuestra epistemología y
filosofía del lenguaje (Taylor, 1996: 11).
Para
comprender la riqueza y complejidad de la edad moderna es necesario
entender el desarrollo de la concepción del <<yo>> y como
un paso anterior a éste, es indispensable indagar cómo se ha
desarrollado nuestra idea de bien. Lo que pretende Taylor con esta
indagación de cómo se ha desarrollado nuestra idea de bien es plantear
y examinar la riqueza de los lenguajes de trasfondo que
utilizamos para sentar las bases de las obligaciones morales que
reconocemos (Taylor, 1996: 17).
Ahora
bien, por el hecho de que la filosofía moral contemporánea se ha
cerrado, desde su punto de vista, restrictivamente en lo correcto se
hace necesario ampliar legítimamente y en algunos casos recuperar modos
de pensamiento y descripción. De esta manera para él, el pensamiento
moral se integra de tres dimensiones: las cuestiones morales, las
espirituales y la dignidad.
Las
cuestiones morales son nuestras nociones o reacciones a temas como la
justicia y el respeto a la vida ajena, el bienestar y la dignidad.
Dentro de éstas cabe distinguir entre las naturales y las de educación.
Esta distinción puede explicar la diversidad de catálogos de mandatos,
y al mismo tiempo, la existencia de algunos criterios básicos que son
compartidos. Nuestras reacciones morales, implican el reconocimiento de
las pretensiones respecto a sus objetos, pretensiones que han de ser
desempeñadas por las argumentaciones ontológicas
(Taylor, 1996: 19);
Las
cuestiones espirituales
implican una valoración fuerte, suponen las distinciones entre
lo correcto o lo errado, lo mejor o lo peor y no reciben su validez de
nuestros deseos, inclinaciones u opiniones, sino que,
por el contrario se mantienen independientes de ellos y ofrecen
los criterios por los que juzgarlos (Taylor, 1996: 18).
La
dignidad son las características por las que
nos pensamos a nosotros mismos como seres
merecedores o no del respeto de quienes nos rodean. Aquí el
respeto es entendido de forma actitudinal y no de manera positiva como
lo hace la moral moderna (Taylor, 1996: 29-32).
Las
cuestiones morales, espirituales y la dignidad se encuentran
entretejidas siempre a un marco referencial, es decir,
aquello en virtud de lo cual encontramos el sentido a nuestras
vidas. Es aquí donde la identidad se integra, ya que ésta es nuestro
marco, ella nos provee de aquello que percibimos como compromisos de
validez universal e identificación particular, nos permite definir lo
que es importante para nosotros y lo que no lo es. La identidad y el
bien se conectan porque la identidad siempre hace referencia a unos
<<yos>>, y la
noción del <<yo>> conectada con la identidad toma como
rasgo esencial de la acción humana una cierta orientación al bien. La
identidad incluye
pues, a la dignidad, las cuestiones morales y espirituales, y la
referencia a la comunidad definidora. Por tanto, la concepción que de
bien tenga una comunidad puede ser compartida por los
<<yos>> insertos en ella, y nuestro sentido del bien
y del <<yo>> están estrechamente entretejidos (Taylor,
1996: 42-50).
La
relación sentido del bien-yo se une con la percepción que tenemos de
nuestra vida en general y con la dirección que va tomando mientras la
dirigimos, esto es, que tan lejos o cerca estamos del bien, cuestión
que no es indiferente, ya que los bienes por los cuales se define
nuestra orientación espiritual son los mismos por los que mediremos el valor (completo)
de nuestras vidas. De esta manera no sólo es importante respecto a
nuestra vida dónde estamos (sentido del bien), sino también a dónde
vamos. Para poder darle un sentido a nuestras vidas es necesario una
comprensión narrativa de la misma, y un entendimiento del yo en sus
cuestiones constitutivas, esto es, con las inquietudes que rozan la
naturaleza del bien por el cual nos orientamos y respecto al cual nos
situamos (Taylor, 1996: 58-67).
Una
vez concluido su análisis del bien, la constitución del yo (y su
narrativa) y de la tendencia de éste al bien por su relación con la
identidad, Taylor se avoca a la tarea de desarrollar la conformación de
la identidad moderna, y para esto cree necesario partir de tres
importantes facetas de la identidad humana:
a.
Interioridad humana
(que analiza en dos vertientes: Platón-Descartes-Locke [caracterizada
como procedimental e individual] y Agustín-Rousseau-Montaigne
[caracterizada como sustancial]). Para Taylor la noción moderna del yo,
parte de la idea dentro-fuera, misma que es
históricamente limitada y predominante en el Occidente moderno
(Taylor, 1996: 127), con ella se pierde de vista
que el yo es
inseparable del hecho de existir en un espacio de cuestiones morales que
tienen que ver con la identidad y con cómo uno ha de ser (Taylor, 1996:
107-109). El sentido moderno del yo se despoja de la ilusión de estar
anclado en su ser, un ser perenne e independiente de la interpretación
(Taylor, 1996: 202-212). El yo moderno es multifacético: tiene una razón
desvinculada –asociada a la dignidad y libertad autorresponsable-,
autoexploración y compromiso personal.
b.
Afirmación de la vida corriente
(analizada en el esquema reforma-Ilustración-contemporaneidad). Con
esto se refiere Taylor a la importancia que se va gestando durante los
periodos analizados de la afirmación de nuestra propia vida cotidiana,
necesaria para la producción y reproducción, como por ejemplo
ser padre de familia, compartir con los amigos, etc.
c.
Noción de naturaleza como fuente moral interior (trabajado
desde el Siglo XVIII hasta sus manifestaciones en la literatura del
Siglo XX). Para nuestro autor son la Ilustración
y el Romanticismo, con su propia concepción del hombre, las que han
conformado nuestras fuentes morales (Taylor, 1996: 415-416). Así para
Taylor las fuentes morales heredadas del Siglo XIX a la modernidad son:
la creencia de que cuando logramos la plenitud de la razón desvinculada
y nos desprendemos de ataduras supersticiosas y provincianas, deberíamos
ser movidos a hacer el bien a la humanidad; el ser humano natural siente
una empatía animal; le inquieta presenciar el sufrimiento y está
movido a ayudar; la benevolencia y la buena voluntad alejada por
completo de los deseos naturales (Taylor, 1996: 432-434).
Para Taylor las ideas de interioridad humana, afirmación de la vida
corriente y nuestra noción de naturaleza como fuente moral, han tenido
desde 1800 una lenta difusión hacia fuera y hacia abajo, en nuevas
naciones y clases y su transferencia ha implicado una adaptación de las
ideas en las que existe una sorprendente continuidad. Así actualmente
pueden observarse como fuentes morales: el imperativo moral de reducir
el sufrimiento (aquí se integran la significación de la vida corriente
y la benevolencia universal) y el de justicia universal, el sujeto libre
y auto determinante, la democracia como forma legítima de norma política,
la movilización ciudadana (Taylor, 416-419). Aunque esto continúa en
reserva, y el Occidente moderno es el heredero legítimo.
3. Procedimentalismo
El
procedimentalismo asigna a la ética la tarea de descubrir los
procedimientos legitimadores de las normas (Cortina, 2000: 75-78). Son
estos procedimientos racionalmente estructurados los que permiten a los
individuos distinguir qué normas de las surgidas en el mundo de la vida
son correctas. La función de estos procedimientos es la de actualizar
el concepto de voluntad racional, esto es, el de actualizar lo que todos
bajo determinadas condiciones podrían querer, y que por su propia
condición de voluntad racional asume el carácter de universal
y no particular o sustancial como asume el sustancialismo. Para
el procedimentalismo los contenidos concretos
exceden el campo de la ética, los contenidos concretos
corresponden a los mundos de la vida.
El
procedimentalismo intenta pues, dar razones de la pretensión de
universalidad de la moral y por ello apela a estructuras cognitivas
(Taylor, 1996: 102) y procedimientos que exhiben en su forma la
universalidad, y así los procedimientos legitimadores pueden
describirse sin depender para ello de los diversos contextos, y
pretenden por tanto justificadamente universalidad.
El
procedimentalismo también destaca la importancia del poder abstraerse
del mundo de la vida a fin de realizar mediante un procedimiento
racional la revisión y crítica de este mismo mundo que de otra forma
quedaría inmunizado.
Finalmente, esta corriente de pensamiento continúa
la distinción moderna entre lo justo y lo bueno, aunque como se verá,
esto no implican la negación o ausencia del concepto de bien o lo bueno
dentro de las diversas
propuestas de procedimentalismo.
3.1 Ética discursiva
Karl
Otto Apel, Jürgen Habermas y Adela Cortina ofrecen propuestas inscritas
dentro de la teoría de la ética discursiva. Ésta tiene sus orígenes
en los años setenta (Cortina, Camps, Thiebaut, 1992), en
Alemania, a partir de los trabajos de Apel y Habermas. En el ámbito
hispánico esta teoría será retomada en sus formas elementales por
Cortina, misma que genera una serie de propuestas de ampliación de la
ética discursiva, las cuales están teniendo junto con el modelo
discursivo una fuerte influencia en investigaciones diseñadas en países
de América Latina.
Siguiendo
el esquema planteado dentro de las consideraciones
previas, en el caso de las propuestas que hemos de analizar en este
apartado se hace necesario, en primer término, realizar un trazado
general de los postulados básicos de la ética discursiva, en los
cuales los autores se encuentran en acuerdo, para en segundo lugar,
proceder al despliegue del pensamiento de cada uno de ellos.
El
punto de partida de la ética discursiva, no es ya ontológico –del
ser- como es el caso por ejemplo de la propuesta ya desglosada de
Charles Taylor y en general y con sus propias caracterizaciones
de los representantes del sustancialismo. Tampoco constituye su
punto de arranque la conciencia como es el caso de algunas éticas
kantianas (Guariglia, 1992: 53-72). Más bien la ética discursiva tiene
como punto de partida un factum lingüístico (Cortina:1992:177). Asume el giro lingüístico
de la filosofía y considera al lenguaje desde la triple dimensión del
signo –sintáctica, semántica y pragmática-, finalmente considera la
dimensión pragmática trascendental, bajo una situación ideal de diálogo
y no la pragmática empírica, de los consensos fácticos
(Cortina, 1992: 178 / Camps,
1994: 110 ).
La ética del discurso es cognitivista,
en el sentido de que cree posible la fundamentación de los juicios
morales, esto es, postula racionalidad del ámbito práctico. Es universalista
porque los criterios han de aplicarse universalmente. Es deontológica, en
el sentido de que se abstrae de las cuestiones de la vida buena, limitándose
al caso de lo obligado o debido en términos de justicia de las normas y
formas de acción. A la ética discursiva también se le ha
caracterizado como formalista (Jiménez,
1998: 42-53) en el
entendimiento de que su principio regula un
procedimiento de resolución imparcial de conflictos, aunque en
este sentido también se sostiene que antes que de formalismo (Habermas,
1998: 100-102; Guariglia, 1992) debe caracterizarse a la ética
comunicativa como procedimentalista, ya que el formalismo ético
(Forschner, 1994: 118) consiste en afirmar que la ética sólo debe
ocuparse de las formas de las normas morales y el procedimentalismo, en
cambio, introduce en ella el diálogo, esto es, dialogiza la forma de
las normas morales y otorga a la ética la tarea de descubrir los
procedimientos legitimadores (Cortina, 1992: 177-180). La ética
discursiva se asume como heredera de la teoría kantiana aunque va más
allá tratando de superar los limites monológicos implícitos en ella,
e intenta mediante lo dialógico, mediante lo intersubjetivamente
justificable o desempeñable la fundamentación de la universalización
de las normas correctas, donde vale la pena recalcar el hecho de que la
justificación que se da de las normas es en todo caso trascendental,
mediante una situación ideal de diálogo y no empírica como sería el
caso de los consensos fácticos.
3.1.1 Karl Otto Apel
La
propuesta de Apel mantiene como trama de fondo –compartida por
Habermas- una pragmática
(trascendental) del lenguaje, una teoría de la acción comunicativa,
una teoría consensual de lo verdadero y lo correcto, una teoría de los
tipos de racionalidad y una teoría de la evolución social (Cortina,
1992: 177). Sus obras presentan un marco teórico integrado por autores
como Kant, Heidegger, Wittgenstein, Peirce, G.H. Mead y Kohlberg. En
este apartado utilizaremos como obras
de referencia su transformación
de la filosofía, sus estudios
éticos y la teoría de la
verdad y ética del discurso.
Una
cuestión fundamental dentro del procedimentalismo y que inevitablemente
toca las raíces de la ética discursiva es el problema de la
racionalidad de lo práctico. Para esta cuestión Apel parte de la auto
diferenciación de la razón (“entendimiento” y “razón”)
aportada por Kant y el idealismo alemán (Apel, 1986: 13) e intenta
ampliar estos principios tradicionales de la auto diferenciación filosófica
de la razón en una teoría filosófica de los tipos de racionalidad; de
esta manera siguiendo la relación interés-conocimiento (adoptada por
Habermas), distinguirá entre el interés cognoscitivo por la disposición
técnica de procesos objetivados correspondiente a las ciencias
naturales empírico – analíticas, el interés por la conservación y
ampliación de la intersubjetividad del posible acuerdo orientador de la
acción que pertenece a las ciencias hermenéuticas del espíritu y el
interés por ajustar el propósito de una filosofía a la vez prácticamente
comprometida y crítica del conocimiento al propósito de una ciencia
social crítica de la ideología (Apel, 1985: 128-136). Distingue también
entre racionalidad lógico-matemática, instrumental, estratégica,
consensual comunicativa y discursiva (Apel, 1986: 99-100/Cortina,
1992:186)
Apel
señala que prefiere
denominar a su propuesta como ética
discursiva, ante los títulos de ética de la comunicación o ética
de la comunidad ideal de comunicación, utilizados por el mismo en La
transformación de la filosofía por dos motivos: primero porque
esta denominación remite a una forma especial de comunicación, esto
es, a la del discurso argumentativo como medio de fundamentación de las
normas y, en segundo lugar, porque remite al hecho de que el discurso
argumentativo y no cualquier otra forma de comunicación en el mundo de
la vida contiene el a priori
racional de fundamentación para el principio de la ética.
Las
dos dimensiones anteriores son para Apel las características de la ética
del discurso. Por un lado la ética discursiva tiene al discurso
argumentativo como medio insdipensable
para la fundamentación de normas consensuales de la moral y del
derecho (Apel, 1991: 148), esto debe ser así, toda vez que una moral
sustantiva, anclada en un ethos concreto, que incluso pudiera parecer evidente a nuestros ojos
por el mundo de la vida (Apel reconoce al sujeto inserto en dos
comunidades una real en la que
se nace de modo contingente, se socializa y la que constituye su
comunidad histórica y una comunidad ideal
anticipada contrafácticamente en toda argumentación con sentido[Apel,
1991: 157 / 1986: 86-89]) en el que estamos insertos, resulta hoy por
hoy insuficiente, pues en estos momentos de lo que se trata es de asumir
la responsabilidad solidaria por las consecuencias a escala mundial de
las actividades colectivas de los hombres
y organizar esa responsabilidad como praxis colectiva. Por otro
lado, la dimensión del discurso argumentativo como contenedor del a
priori racional de fundamentación para el principio de la ética,
supone la idea de que el discurso argumentativo debe posibilitar
la fundamentación última del principio ético que debe conducir
ya siempre todos los discursos argumentativos, en tanto que discursos prácticos
de fundamentación de normas (Apel, 1991: 150-151). Esta pretensión de
la ética discursiva dice Apel, tiene un carácter estrictamente filosófico
– trascendental, en el sentido de una transformación y puesta en
marcha pragmático – lingüística de la pretensión kantiana, de una
fundamentación trascendental última de la ley moral, pero que en Kant
fue imposible por su partida del principio subjetivo de la razón. De
hecho Apel afirma que su propuesta es la de una pragmática
trascendental, en el sentido de que ésta es una reflexión filosófica
que pregunta por las condiciones de sentido y las condiciones de validez
de pensar como argumentar. Para Apel el nuevo sujeto trascendental es la
comunidad ideal de comunicación.
La
transformación pragmático – lingüística
de la filosofía trascendental kantiana, inserta en la ética
discursiva, muestra, según Apel, dos cosas: 1. que cuando argumentamos
públicamente, y también en el pensamiento en solitario, tenemos que
presuponer en todo momento las condiciones normativas de posibilidad
de un discurso argumentativo ideal como única condición
imaginable para la realización de nuestras pretensiones normativas
(corrección) de validez y, 2. que de ese modo, hemos reconocido también
necesaria e implícitamente el principio de una ética del discurso
(Apel, 1991: 154).
Para
Apel la fundamentación de la moral viene dada por la comunidad ideal de
argumentación, porque en ella, siempre supuesta contrafácticamente
anticipada en la comunidad de comunicación real,
aquel que argumenta seriamente tiene que hacer valer las
condiciones (inteligibilidad, verdad, veracidad, sinceridad) y
presupuestos ideales y universalmente válidos. En ella está implicado
un principio ético discursivo que es el de la idea reguladora de la
capacidad de ser consensuadas todas las normas válidas por parte de
todos los afectados (Apel, 1991:158).
Es en esta situación y no en cualquier otro contexto comunicativo donde
reconoce Apel la capacidad de lograr el consenso
de la comunidad de argumentación ideal, ilimitada como idea
regulativa de la validez intersubjetiva, tanto de argumentos teóricos
como éticos – prácticos (Apel, 1986: 86-87). De esta manera Apel
profesa un trascendentalismo fuerte (Cortina, 1992: 179).
Dentro
del anterior esquema, habría que ampliar el sentido diciendo que para
Apel el sujeto, el participante dentro de esta comunidad ideal de
comunicación, es un interlocutor válido que cuenta con los derechos de
replica y argumentación pragmáticamente reconocidos para que la
argumentación tenga sentido.
Ahora
bien, Apel reconoce que mediante esta reflexión pragmático
trascendental (indispensable en el mundo filosófico) sobre las
condiciones normativas del discurso libre de la carga de la acción, no
es posible de manera inmediata derivar normas concretas. Pero, desde su
punto de vista, es justamente esta la posición necesaria para que
estemos en condiciones de encontrar en ella el principio racional de la
fundamentación procesal de normas referidas a la situación en los
discursos prácticos que hay que institucionalizar, esto es, el
principio de la capacidad necesaria de las consecuencias previsibles de
las normas que hay que fundamentar, de lograr el consenso de todos los
afectados (una ética de la responsabilidad [Apel, 1986:88-89]).
De esta manera para Apel la
respuesta a la cuestión de cuál es la función ética de la
racionalidad discursiva se encuentra en que ella contiene el principio
de fundamentación de las normas en los discursos prácticos. Esto
significa en la filosofía apeliana que la función ética de la
racionalidad discursiva sólo puede hacerse valer mediante un
procedimiento que mantenga siempre dos niveles para la fundamentación
de las normas. De esta manera Apel distingue entre una parte A y una
parte B de la ética. Dentro de la parte A, esto es, en el nivel pragmático
trascendental de la fundamentación racional última, resulta sólo el
principio procesal formal de la ética discursiva, que en tanto idea
regulativa, promueve la averiguación y la transmisión puramente
discursiva de los intereses de todos los afectados, que son sostenibles
como pretensiones (Apel, 1986, 89). Esto significa que a la parte A de
la ética corresponde la fundamentación última pragmático –
trascendental del principio de fundamentación de las normas. Por otra
parte, al nivel o apartado B de la ética corresponde la fundamentación
de normas situacionales en los discursos prácticos, exigibles por
principio. Es decir, a ésta corresponderá, siempre regida por esa
fundamentación última, la tarea de responder a las situaciones,
circunstancias y particularidades inmersas en los discursos prácticos
concretos.
3.1.2 Jürgen Habermas
Habermas
presenta su Teoría de la acción
comunicativa como una ciencia reconstructiva (empírica, sujeta a
reglas de confirmación y falsificación, que estudia una realidad
social estructurada simbólicamente, y cuya reconstrucción intenta
hacer explícitas competencias de especie universal[Bernstein, 1997 :36
/ Habermas, 1989: 307-313]), en el sentido de que intenta aislar,
identificar y aclarar las condiciones que se requieren para la
comunicación humana, esto es, trata de identificar y reconstruir las
condiciones universales del entendimiento posible. Ésta es denominada
<<pragmática universal>> (Habermas, 1989: 299-338),
para distinguirla de otras ciencias reconstructivas que hacen
referencia a un ámbito mucho más restringido como es el caso de las
teorías de Kohlberg y Piaget.
El
problema a abordar es el del concepto de racionalidad que ha dominado
la comprensión moderna y que resulta insuficiente (Habermas,
1993:288-308). El objetivo
es demostrar la conexión entre Teoría de la racionalidad y
Teoría de la sociedad, y la necesidad de una teoría de la acción
comunicativa si
es que se quiere abordar de
forma adecuada la problemática de
la racionalización social. Con estas cuestiones previas Habermas se
avoca a la realización de un estudio sistemático que le permita la
reconstrucción del concepto racionalidad, misma que
nos habilite para una comprensión de la complejidad social actual. Para
la reconstrucción de la racionalidad parte de la
estrecha relación entre saber y racionalidad, y afirma que la
racionalidad de una emisión o manifestación depende de la fiabilidad
del saber que encarna, la verdad de una emisión puede traducirse en la
existencia de estados de cosas en el mundo. Un sujeto con sus
afirmaciones, se refiere a que algo como cuestión de hecho tiene lugar
en el mundo objetivo y al hacerlo así, plantea con sus manifestaciones
lingüísticas, pretensiones
de validez (verdad, corrección, veracidad e inteligibilidad) que pueden
ser criticadas o defendidas, esto es, que pueden justificarse. Por lo
tanto, la racionalidad de
las emisiones de los sujetos se mide por las reacciones internas que
entre sí guardan el contenido semántico, las condiciones de validez y
las razones que en caso necesario pueden alegarse en favor de la validez
de esas emisiones (Habermas, 1988:23-24).
Bajo
el anterior esquema de racionalidad, Habermas distingue, entre
racionalidad instrumental que puede ser ampliada a estratégica,
y racionalidad comunicativa. La primera de ellas, parte de la
utilización de un saber en acciones con arreglo a fines, tiene una
connotación de éxito en el mundo objetivo posibilitado por la
capacidad de manipular
informadamente y de adaptarse inteligentemente a las condiciones
de un entorno contingente; en ella, son
acciones racionales las que tienen
el carácter de intervenciones con vistas a la consecución de un
propósito y que pueden ser controladas
por su eficacia. (Habermas, 1988: 27-29). La racionalidad comunicativa,
por el contrario, obtiene
su significación final en la capacidad que posee el habla argumentativa
de unir sin coacciones y de generar consenso, y en la oportunidad
que poseen los diversos participantes
de superar la subjetividad de sus puntos de vista, gracias a una comunidad de convicciones racionalmente
motivada. Tanto la racionalidad instrumental como la comunicativa,
parten de los conceptos de saber y mundo objetivo; pero los casos
indicados se distinguen por el tipo de utilización del saber. Bajo el
primer aspecto, es
la manipulación instrumental, bajo el segundo, es el
entendimiento comunicativo lo
que aparece como telos inmanente a la racionalidad.
Así
dentro de la acción comunicativa, también se llama racional a aquél
que sigue una norma vigente y es capaz de justificar su acción frente a
un crítico interpretando una situación dada a la luz de las
expectativas legítimas de comportamiento, e incluso se llama racional a
aquél que expresa verazmente un deseo, un sentimiento
o un estado de ánimo, y que después convence a un crítico de
la autenticidad de la vivencia expresada sacando las consecuencias prácticas
y actuando conforme a lo dicho. Así en Habermas las emisiones que
llevan asociadas pretensiones de rectitud normativa (mundo social) o de
veracidad subjetiva (mundo subjetivo), satisfacen el requisito esencial
para la racionalidad, ya que son susceptibles de fundamentación y de crítica.
(Habermas, 1988: 33-35 / Jiménez, 1998:10-15)
De
acuerdo a lo anterior, tenemos que la racionalidad puede predicarse de
todas aquellas prácticas
comunicativas que,
sobre el trasfondo de un mundo de vida (Cortina, 1992: 178/
1998b: 13), tienden a la consecución, mantenimiento y renovación de un
consenso que descansa sobre el reconocimiento intersubjetivo de
pretensiones de validez susceptibles de crítica. La racionalidad
inmanente a esta práctica, se pone de manifiesto en que el acuerdo
alcanzado comunicativamente ha de apoyarse en última instancia en
razones. Y la racionalidad de aquellos que participan en esta práctica
comunicativa, se mide por su capacidad de fundamentar sus
manifestaciones o emisiones en
las circunstancias apropiadas.
El
concepto de racionalidad
comunicativa implica como cuestiones básicas la estructura humana del
habla como estándar básico de la racionalidad que comparten los
hablantes; una actitud racional de todos los sujetos participantes, y la
reflexividad a partir del postulado de que todos los principios son
susceptibles de crítica y análisis.
La
racionalidad comunicativa de Habermas supone: una teoría del acto de
habla, una situación ideal de habla y un consenso racional. Respecto al
acto de habla, la teoría de la racionalidad implica el cambio de una
teoría representacional del lenguaje a la teoría de Austín y Searle
con la que puede considerarse al lenguaje no sólo como nuestra
posibilidad de acceso al mundo objetivo, sino también como el medio en
el que expresamos nuestras vivencias y el mecanismo básico para el
establecimiento de relaciones interpersonales. De esta manera la
estructura del acto de habla se transforma (actos: locucionario,
ilocucionario y perlocucionario [Habermas, 1988:138-139]) y permite el
posicionamiento de los participantes (negación, cuestionamiento,
aceptación), y con ello la
vinculación de éstos a una pretensión de validez, así, sólo pueden
considerarse determinantes aquellos actos de habla a los que el hablante
vincula pretensiones de validez susceptibles de crítica (Habermas,
1988:390-391). Todo acto de habla entendido comunicativamente, se dirige
a la obtención de un entendimiento que conduce a un acuerdo entre
sujetos lingüística e interactivamente competentes (Habermas,
1988:368). Un acuerdo alcanzado comunicativamente, no puede ser inducido
desde fuera y es aceptado (asentimiento racionalmente motivado) como válido
por los participantes en el discurso.
La
situación ideal de habla es una comunicación libre de coacción y,
excluye las distorsiones de la comunicación, esto es, una comunicación
no estratégica y guiada al entendimiento. No hay coacción cuando para
todos los participantes en el discurso está dada una distribución simétrica
de oportunidades de elegir y ejecutar actos de habla (Habermas,
1989:153-154).
Un consenso es racional si ha observado en su
construcción una situación ideal de habla, si ha sido delimitado
objetualmente y ha observado las reglas que rigen a los discursos
(Habermas, 1993:28-29). Para Habermas, las cuestiones prácticas que se
plantean en lo tocante a la elección de normas, sólo pueden decidirse
mediante un consenso entre todos los implicados y todos los afectados
potenciales (Habermas, 1999:74). Para él, una teoría consensual de la
rectitud de los mandatos o prohibiciones, es una
pretensión de validez discursivamente desempeñable; puesto que
el principio de universalización sirve para excluir, como no
susceptibles de consenso, todas las normas que encarnan intereses
particulares, intereses no susceptibles de universalización (Habermas,
1998: 73).
3.1.3 Adela Cortina
La
filósofa española Adela Cortina, inscrita dentro del procedimentalismo
y la ética discursiva, presenta como marco teórico fundamentalmente a
Kant, Hegel, Habermas y Apel.
Ella
sostiene (y comparte con Apel y Habermas) la racionalidad del ámbito práctico,
el carácter necesariamente universalista de la ética, la diferenciación
entre lo justo y lo bueno, la presentación de un procedimiento
legitimador de las normas y la fundamentación de la universalización
de las normas correctas mediante el diálogo (en un sentido
trascendental fuerte con Apel).
Pero
Cortina también señala una serie de observaciones que considera
pertinentes a la hora de presentar el modelo discursivo de fundamentación
de la moral y en este espacio hemos de dedicarnos justamente a éstas,
con referencia especial a sus obras: ética
mínima, éticas sin moral, ética
aplicada y democracia radical y Hasta
en un pueblo de demonios.
Cortina
al aceptar el procedimentalismo de la ética discursiva, advierte el
peligro que presenta ésta de disolver el fenómeno moral, si no es
completada con una teoría de los derechos humanos, una ética de
virtudes y actitudes, y con la oferta de una figura inédita de sujeto
(Cortina, 1992:189 / 2000:184). Así en Ética
sin moral Cortina emprende la tarea de una teoría de los derechos
humanos (Cortina, 2000:239-253) y
una ética de las virtudes y las actitudes (Cortina, 2000:183-238).
Para
Cortina, si bien la ética discursiva supone la superación del factual
kantiano y su posible cientificismo metódico, cabría todavía
preguntar si tales reglas lo son del discurso racional, o si son las
reglas de determinadas sociedades para las que la idea de igualdad de
derechos es ya una clave moral y jurídica. Desde su punto de vista, el
derecho a la igual participación no puede atribuirse sin más a la
racionalidad, así, tanto en el caso de Kant como en el de la ética
discursiva se descubre una conciencia moral y jurídica de una época
determinada, expresada ya sea en la conciencia o en el lenguaje. Esto no
significa restarle validez a la propuesta discursiva, sino más bien
reconocer que la razón es histórica y el método trascendental, hermenéutico-
crítico; de modo que es necesario un proceso de maduración en la
reflexión que depende del nivel de conciencia moral, política y jurídica
alcanzada (Cortina, 2000: 185-189).
Para
Cortina la cuestión de la modestia de la ética discursiva puede
convertirse en depauperización, si relega un tema clave como es el
tratamiento del bien moral en aras de la corrección. Cortina recupera
la buena voluntad kantiana que constituye al bien moral, y señala que
aunque de hecho la ética discursiva en algunas ocasiones ha hecho uso
del concepto de persona buena o buena voluntad, lo ha hecho en el
sentido de disponibilidad al diálogo, porque en ella el bien consiste
en que lo bueno acontezca y no en la bondad de la intención o del
agente. Para ella prescindir de la bondad de la intención y desplazar
el interés ético hacia qué hace correcta una norma, sitúa a la ética
y la moral en un lugar precario, el de la pura exterioridad (Cortina,
2000:189-192).
El
tránsito del modelo kantiano al de la ética discursiva tiene
repercusiones en el sujeto autónomo y en
general en la dimensión interior que ha sido borrada del
horizonte. El concepto de autonomía en la ética discursiva nos remite
a la capacidad de todo hablante competente para elevar pretensiones de
validez en la praxis comunicativa y el momento moral se lee en los
presupuestos pragmáticos del discurso práctico y en una situación
ideal de habla. Pero, esto deja a la
autonomía del sujeto en una situación difícil; porque, o bien
el sujeto debe aceptar como criterio último de lo moralmente correcto
lo que decida fácticamente una comunidad real, o únicamente utiliza el
diálogo con vistas a formar su juicio. Para Cortina hablar de autonomía
exige habérselas con un sujeto autónomo competente para elevar
pretensiones de validez del habla, legitimado para defenderlas
participativamente a través del diálogo y para forjarse un
juicio sobre lo correcto aunque no coincida con los acuerdos fácticos;
es un sujeto capaz de actuar por móviles morales, en tanto opta por
intereses generalizables. La autonomía
-condición sine qua non
de lo moral- dice la autora
no es cosa que pueda socializarse y un sujeto moral se forja en el diálogo
intersubjetivo, pero no menos en el intrasubjetivo (Cortina, 2000:
195-205).
Una
cuestión más que preocupa a Cortina es el hecho de que el principio de
la ética discursiva, como legitimador de normas morales correctas se
escriba sobre la apariencia de un principio de legitimación de las
decisiones políticas (en mala interpretación), misma que pueda
conllevar el inconveniente de cargar a la voluntad y juicios morales con
el lastre de las espurias realizaciones de la vida política existente.
Por esto es importante remarcar el hecho de que en la voluntad moral no
es tan importante guiarse por el consenso que culmina, sino por el
proceder dialógico, esto es: cultivar la actitud dialógica de quien
está interesado en conocer los intereses de los afectados por una
norma, escuchar sus argumentos, exponer los propios y no dejarse
convencer por intereses particulares, sino sólo por los generalizables
(Cortina, 2000:205-207).
Cortina
también ve el peligro en que la ética discursiva pueda caer en la
falacia abstractiva, en el sentido de considerar sólo la dimensión
racional del hombre y olvidar los móviles de los sujetos, el valor que
les lleva a optar por una racionalidad comunicativa en las situaciones
concretas, el tipo de virtudes que predisponen a actuar de acuerdo a
ellas. Desde su punto de vista sin la percepción de un valor, sin
experimentar algún elemento valioso, no hay motivo por el que el
individuo deba seguir un principio. Y señala que si la ética
discursiva se ha ocupado de algo parecido a una virtud,
ha sido la de la formación democrática de la voluntad, de la
disponibilidad al diálogo, pero ésta es una virtud intelectual
que no guarda relación con posibles virtudes éticas, con
virtudes del carácter. Cortina considera un error el eliminar la
dimensión del querer y por tanto de la virtud, por lo que es necesario
una doctrina de la virtud cultivable desde la valoración positiva del
principio descubierto.
En
lo que se refiere a la concepción del ethos,
una ética del carácter no tiene porque identificarse con una ética
del carácter comunitario, porque el cultivo de determinadas virtudes
puede proponerse universalmente como necesario para incorporar un
principio ético, sin precisar del conjunto de virtudes y costumbres que
–según se dice- configuran el espíritu de una comunidad concreta.
Una ética de actitudes y virtudes ha de ocuparse de los modos adecuados
de enfrentarse a la vida acordes a principios éticos. Y es que una ética de actitudes no
tiene por qué ocuparse de los caracteres individuales o del ethos de una comunidad
nacional.
Desde
el punto de vista de Cortina a la ética discursiva le hace falta
apoyarse en un valor. Y es este elemento valioso el que permite tender
un puente entre principios y actitudes, porque el interés por un valor
motiva determinadas
actitudes que engendran el hábito y la virtud. La ética procedimental
puede pues contar no solo con un procedimiento, sino también con
actitudes, disposiciones y virtudes, motivadas por la percepción de un
valor; con un ethos, en suma
universalizable. Ahora bien, de dónde surja el valor es una pregunta
que solo puede responderse recurriendo a una reconstrucción
de la razón práctica (que Cortina lleva acabo mediante la
reconstrucción del momento deontológico en Aristóteles y el momento
teleológico en Kant, así la clave de la ética dialógica consiste en
un teleologismo deontologismo, que se lee ahora en el acto del habla).
Ciertamente, dice Cortina, a la estructura de la acción racional
pertenece tender a un fin, sin el que no cabría hablar de sentido
subjetivo de la acción, en el caso de la razón práctica, la acción
regulada por ella no puede considerarse como un medio, puesto al
servicio de un fin fuera de ella, porque la acción incluye en sí misma
el télos, y es precisamente ese momento teleológico, incluido en la
acción misma, el que hace de ella un tipo de acción máximamente
valiosa y realizable por sí misma: el télos
para quien desee comportarse racionalmente, conduce al deón.
Una
ética procedimental puede ampliar su preocupación por los principios a
la preocupación por las actitudes y las virtudes que es preciso
cultivar para encarnar tales principios. Así las actitudes y principios
no se encuentran tan alejados. La ética de las virtudes y las actitudes
requerida es entonces la de
la forma de vida de quien busca el acuerdo universalizable; un ethos
que se encuentra impelido a cultivar quien aprecia el valor del
principio de la ética discursiva. El ethos
universalizable, del hombre con vocación humana: la autorrenuncia
(no de los propios intereses, sino de los no universalizables, no en pro
del altruismo, sino de la solidaridad), el reconocimiento, el compromiso
moral y la esperanza. (Cortina, 2000: 223-238)
Por
lo que se refiere a la teoría de los derechos humanos propuesta por
Cortina, podemos decir que ésta se encuentra fundada en la ética
discursiva; que es una propuesta hermenéutica-crítica y que se ofrece
con la intención de superar los esquemas de fundamentación de los
derechos humanos del iusnaturalismo, del positivismo y de aquellas teorías
que parten de la dignidad humana como fundamento (Cortina, 2000: 244).
Así,
Cortina considera que es necesario para la fundamentación de los
derechos humanos, llevar acabo la defensa de un concepto dualista, esto
es, de una concepción que atienda tanto al ámbito ético de estos
derechos, como a su positivización; que se busque una base ética
procedimental compatible con el pluralismo de las creencias y a final de
cuentas, la única vía que puede asegurar la universalidad intrínseca
de los mismos, y que media
entre la trascendentalidad e historia.
Entiende
por derechos humanos a aquellos que se le atribuyen a todo hombre por el
hecho de serlo, y hombres son aquellos que poseen o podrían poseer
competencia comunicativa, idea que tiene la ventaja de posibilitar una
fundamentación normativa de los derechos humanos mediante el principio
de la ética discursiva.
Así
los derechos humanos son un tipo de exigencias
cuya satisfacción debe ser obligada legalmente y por tanto
protegida por los organismos correspondientes, y el respeto por estos
derechos es la condición de posibilidad para poder hablar de hombres
con sentido.
Finalmente, la figura del sujeto
es abordada por Cortina en ética
aplicada y democracia radical en donde ofrece además seis hipótesis
para una ética aplicada, misma que supone la complementación de la
parte B de la ética de la propuesta apeliana. Como ya se sabe el sujeto
en la ética discursiva se expresa como interlocutor válido, cuyos
derechos a la réplica y la argumentación son reconocidos pragmáticamente.
Cortina reconoce esta caracterización, pero enfatiza el carácter autónomo
y autobiográfico –en el sentido de autorrealización- del mismo
(Cortina, 1992: 182/2000:207-215). El primer elemento hace
referencia a la autonomía de la conciencia –diálogo intrasubjetivo-
en la línea kantiana y que para su formación requiere del diálogo y
la búsqueda de correspondencia con la intersubjetividad racional. La
autobiografía por su parte, está inserta en tradiciones, a cuya luz
cobran sentido las acciones y las decisiones, ésta no necesita ser
justificada con argumentos ante la comunidad racional, porque las
decisiones biográficas requieren de sentido, no argumentabilidad o
corrección intersubjetibable (Cortina, 1997:123-140).
3.2 Enrique Dussel
El
filósofo argentino Enrique Dussel, presenta como marco teórico a
autores como Lévinas, Marx, Kant, Freud y Foucault entre otros. Destaca
también la referencia a la ética discursiva en lo que se refiere a la
presentación del principio procedimental de su ética.
En
Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión
Dussel afirma la existencia de dos paradigmas sobre la modernidad,
uno eurocéntrico y otro, mundial o global. El primero de ellos afirma
que el fenómeno de la modernidad es exclusivamente europeo y es a
partir de esta ubicación geográfica que se difunde a todo el mundo.
Bajo este paradigma Europa tuvo cualidades internas, que le permitieron
superar por su racionalidad a otras culturas. Sin embargo, la filosofía
y especialmente la ética necesitan romper con este horizonte reductivo
y partir de un segundo paradigma, esto es, el mundial
o global, mismo que concibe la modernidad como la cultura del centro
del “sistema mundo”. Es decir, es necesario partir de la idea de que
la modernidad europea no es un sistema independiente autopoiético y
autorreferente, sino que es una parte del sistema mundo: su centro
(Dussel, 1998:50-51).
La
filosofía de la liberación propuesta por nuestro autor se sitúa en el
paradigma global e intenta recuperar lo recuperable de la modernidad y
negar la dominación y exclusión en el sistema mundo. El proyecto es la
liberación de la periferia negada desde el origen de la modernidad, y
el intento es la superación
del sistema mundo (Dussel, 1998:62-64).
La
filosofía de la liberación es, dice Dussel, un contradiscurso, es una
filosofía crítica que nace en la periferia, desde las víctimas y
excluidos del sistema-mundo, que además tiene pretensiones de
universalidad. Esta filosofía tiene conciencia de su periferia y
exclusión, pero al mismo tiempo tiene una pretensión de validez
universal. La filosofía y especialmente la ética
generada en la periferia necesita liberarse del eurocentrismo,
para devenir en propuestas universalistas que tengan su origen en
la afirmación de su alteridad excluida, para analizar ahora
deconstructivamente su ser periférico (Dussel, 1998:71-75).
La
ética de la liberación viene presentada por Dussel, de acuerdo a la
obra ya señalada, en dos grandes partes. La primera corresponde a sus
fundamentos, mismos que observan un aspecto ético material, un aspecto
moral formal y finalmente el referente a la factibilidad ético
procesual. La segunda parte referente a la crítica ética, validez
antihegemónica y praxis de liberación, contiene un aspecto ético
material crítico, un aspecto moral-formal antihegemónico y finalmente
la observación sobre la factibilidad ético-crítica o praxis de la
liberación. De estos dos apartados con sus correspondientes contenidos,
puede inferirse que la obra presenta los fundamentos filosóficos
(formal, material y de factibilidad)
y el aspecto crítico surgido de la consciencia de la condición
periférica y excluida (Dussel, 1998:89).
El
aspecto ético material de la ética de la liberación está constituido
por la vida humana en el nivel físico-biológico, histórico, cultural,
ético-estético, místico
y espiritual ubicada dentro de un ámbito comunitario. A la filosofía
de la liberación le importa, dice Dussel, la vida de cada ser humano,
vivo, corporal, concreto, intersubjetivo, socio histórico y consciente
de su propia alteridad. Le
importa pues esta concreción del ser humano, porque es a partir de ella
que se enfrenta la realidad constituyéndola desde un horizonte ontológico,
donde lo real se actualiza como verdad práctica. Dussel defiende a la
vida humana como fuente de toda racionalidad, de esta manera la
racionalidad material tiene como criterio y última referencia de verdad
y condición absoluta de su posibilidad a la vida humana. Así el
criterio
material
universal de la ética por excelencia es la vida humana concreta de cada
ser humano como humano, y en él pueden distinguirse tres momentos: el
de la reproducción de la vida humana, en los niveles físico y mental;
el de la reproducción de la vida humana en las instituciones y valores
culturales, y el del desarrollo de dicha vida humana en el marco de las
instituciones o culturas históricas de la humanidad. (Dussel,
1998:140).
El
criterio formal de la ética de la liberación tiene importantes
retoques discursivos. Así dice Dussel que el momento formal de su ética
funda el principio procedimental de universalidad del consenso moral y
agrega que la verdad práctica
del contenido de la acción debe articularse adecuadamente
con la validez intersubjetiva constituyendo desde la factibilidad
concreta, una unidad compleja en la que cada
aspecto determina al otro de manera diversa y constituye lo que
puede denominarse la norma, la acción, la praxis, las estructuras del
sujeto éticamente bueno. El bien tiene así un componente material y
otro formal. El aspecto formal es la cuestión clásica de la aplicación,
de la mediación del momento material, éste es procedimental, de
validez intersubjetiva y comunitaria, que se cumple desde la simetría
de los afectados; es el ámbito del ejercicio de la razón discursiva en
referencia a enunciados normativos con pretensión de validez universal.
(Dussel, 1998:167)
Finalmente,
dentro de los tres niveles de fundamentación de la ética de la
liberación, cabe señalar al estadio de la factibilidad ético
procesual. Este nivel constituye la posibilidad de realización de lo
que a sido alcanzado mediante los niveles material y formal. Este nivel,
se constituye a su vez de dos momentos. El primero es el ejercicio de la
razón instrumental y estratégica formales, en referencia a juicios de
hecho; el segundo es la confrontación de dicho ejercicio de los
principios ético material y moral-formal, dando como resultado la máxima
o norma del acto bueno, la institución legítima, el sistema cultural
vigente, etc.( Dussel, 1998:236)
Una
vez establecidos los momentos de fundamentación de la ética de la
liberación, aparece el momento crítico y característico de la
liberación que da significado preciso a la propuesta ética de Dussel.
Este se divide a su vez en tres momentos: el aspecto ético material crítico,
el aspecto formal antihegemónico y la factibilidad ético-crítica o
praxis de la liberación (Dussel, 1998:302-304).
Dentro
del nivel ético material crítico, supone nuestro autor que se produce
la negación originaria,
real y empírica de las víctimas, esto es, se presenta como hecho o
realidad la perdida de la libertad del esclavo, la subsunción efectiva
del trabajo asalariado del obrero en el capital, entre otros hechos, en
los cuales el sufrimiento es el efecto real indiscutible de la dominación
o exclusión material (y aun formal), como contradicción de la afirmación
del sistema de eticidad vigente. Una vez dada la negación originaria,
surge la crítica ética propiamente dicha, ésta emerge como el
ejercicio de la razón ético-crítica que inicia su movimiento desde la
afirmación ética radical de la vida, expresada por el deseo y la lucha
por vivir y desde el reconocimiento de la dignidad de la víctima como
el otro, como la alteridad material o formal que el sistema niega. Y que
ante la negación se descubre con conciencia ético-crítica, a partir
del dolor de la corporeidad inmolada, la negación de la
vida y su simultánea posición asimétrica o excluyente
en la no participación discursiva. Sólo desde la negación y la
conciencia de ésta puede enunciarse el juicio ético crítico negativo
con respecto a la norma, acción, institución o sistema de eticidad,
que se descubren como perversos o injustos, por ser la causa de las víctimas
en cuanto tales. (Dussel, 1998:309-379)
Una
vez concluida esta etapa, nuestro autor trabaja el segundo momento de la
parte crítica de su ética, esto es, el del aspecto moral-formal
antihegemónico. En éste, las víctimas han constituido simétricamente
una comunidad, y ellas en intersubjetividad formal discursiva antihegemónica,
interpelan crítica-negativamente a las mismas víctimas que van
adquiriendo consciencia crítica, y en conjunto se dirigen primeramente
a todas aquellas víctimas que aun no han tomado dicha conciencia, este
llamado a las víctimas por parte de víctimas, genera según Dussel
solidaridad. Una vez que las víctimas han tomado conciencia,
tendrán que buscar a todos aquellos personajes que dentro de su
comunidad puedan solidarizarse con ellas, independientemente de que
pertenezcan a otros estratos del sistema y finalmente habrán de
interpelar a otros de tal manera que se cree colaboración militante
como corresponsabilidad, ampliándose
así la comunidad con los que adoptan una posición práctico crítica
ante el sistema. Así, piensa
Dussel, al tomar
progresivamente conciencia, analizando dialécticamente y explicando
científicamente las causas de la negación de las víctimas del
sistema, se podrán construir con factibilidad anticipada y
afirmativamente, diferentes alternativas posibles, como ejercicio de la
razón utópica (la posible, contra la razón conservadora y anarquista
[Dussel, 1998:302-473]).
Finalmente, el último nivel del momento crítico, el llamado de la
factibilidad ético-crítica o praxis de la liberación, supone
en nuestro autor, la negación real y empírica, de las
negaciones por parte del sistema de las víctimas, por acciones
transformativas factibles éticamente. Este nivel también implica la
construcción real, positiva de nuevos momentos (normas, acciones,
instituciones, sistemas), según criterios de factibilidad ética (
Dussel, 1998:495-568).
3.3 John Rawls
El filósofo estadounidense John Rawls, con su Teoría
de la Justicia continua la teoría
tradicional del contrato social representada por Locke, Rousseau y Kant
(Rawls, 1997: 9-10/ Agra:1992:247-257). En este apartado hemos de
trabajar fundamentalmente esta obra y sólo respecto a su concepción
del bien recurriremos a su Liberalismo
político. Cabe destacar en el caso de este autor, que aunque su
propuesta es procedimentalista, ésta presenta dos principios
substantivos de justicia.
Para
Rawls, la justicia es la virtud más importante de las instituciones
sociales y el fundamento de la inviolabilidad
de la persona, que ni ante el bienestar social puede ser
soslayada. La sociedad es una empresa cooperativa caracterizada por el
conflicto y por la identidad de intereses, para resolver el conflicto la
sociedad requiere de principios que proporcionen un modo de asignación
de derechos y deberes en las instituciones básicas de la sociedad y que
definan la distribución apropiada de los beneficios y las cargas de la
cooperación social (Rawls, 1997:18-20).
Una
sociedad bien ordena, es aquella que está organizada para promover el
bien de sus miembros, y eficazmente regulada por una concepción pública
de la justicia (cada cual acepta y sabe que los demás aceptan los
mismos principios de justicia y que las instituciones sociales básicas
satisfacen generalmente estos principios [Rawls, 1997:18-19]). Una
sociedad de este tipo afirma la autonomía de las personas y estimula la
objetividad de sus juicios de justicia. Lo esencial en una sociedad bien
ordenada es que haya un fin último compartido y unas formas aceptadas
de favorecerlo que permitan el público reconocimiento de las conquistas
de todos. Cuando éste fin se logra, todos encuentran satisfacción
exactamente en lo mismo; y este hecho, unido a la complementariedad del
bien de los individuos, afirma el vínculo de la comunidad (Rawls,
1997:470-476).
Los
principios de la justicia
son objeto del acuerdo original. Son los principios que las personas
libres y racionales interesadas en promover sus propios intereses
aceptarían en una posición original de igualdad como definitorios de
los términos fundamentales de su asociación. Estos principios han de
regular todos los acuerdos posteriores; especifican los tipos de
cooperación social que se pueden llevar a cabo y las formas de gobierno
que pueden establecerse. (Rawls, 1997:24).
La posición inicial es una idea regulativa, en la cual
nadie sabe cual es su lugar en la sociedad, cuál es su suerte en la
distribución de ventajas y capacidades naturales, no conocen sus
concepciones del bien, ni sus tendencias psicológicas especiales y en
ella participan sujetos capaces de sentido de justicia, racionales y
mutuamente desinteresados –velo de la ignorancia- (Rawls, 1997:121).
Lo único que conocen los participantes son hechos generales acerca de
la sociedad humana, entienden cuestiones políticas y principios de teoría
económica; conocen las bases de la organización social y las leyes de
la sicología humana, esto es, conocen todos los hechos generales que
afectan la elección de los principios de justicia. (Rawls, 1997:
135-136). En la justicia como imparcialidad de Rawls los individuos
consideran la personalidad moral como aspecto fundamental del yo, pues
no saben qué objetivos finales tienen las personas y rechazan todas las
concepciones de fin dominante; se consideran como seres que pueden y
eligen sus últimos fines y su proyecto de vida, estableciendo términos
de cooperación como seres morales; los individuos en la situación
original establecen condiciones justas y favorables para que cada uno
construya su propia unidad, su interés por la libertad y el uso
correcto de ella es la expresión de su visión de si mismos como
personas morales, con un derecho igual a decidir su modo de vida.
(Rawls, 1997:507-509)
La racionalidad de las personas viene entendida, en el
sentido de que éstas cuando tiene ante sí un conjunto coherente de
preferencias, entre las alternativas que se le ofrecen jerarquizan las
opciones de acuerdo con el grado con que promuevan sus propósitos; y
que lleven a cabo el plan que satisface el mayor número de sus deseos y
al mismo tiempo, el que tenga más probabilidades de ejecutar con éxito
(Rawls, 1997: 140-143).
Rawls supone también en la situación inicial una serie de
restricciones formales del concepto de lo justo, de esta manera las
concepciones de lo justo que se presenten a las partes para su elección
deben suponer principios generales y universales en su aplicación, de
carácter público y definitivo, y con una ordenación de las demandas
conflictivas (Rawls, 1997:129-134).
Así la situación inicial para la elección de los
principios de justicia viene limitada en Rawls por la racionalidad de la
partes, el velo de la ignorancia, las restricciones formales de lo justo
y las circunstancias de justicia (escasez moderada y desinterés mutuo).
Una vez cubiertas estas condiciones en la posición inicial, las
personas habrán de jerarquizar las diferentes propuestas, según su
aceptabilidad. Y ésta viene mediada por la idea de los juicios
madurados y el equilibrio reflexivo (Rawls, 1997: 30-31/55-57)
Ahora bien, desde el punto de vista de Rawls y después
de varias reformulaciones, los principios que los participantes elegirían
dentro de esta situación inicial, correspondientes por cierto, a la
justicia sustantiva y no a la formal (Rawls, 1997:65-66) son:
Primer principio. Cada persona ha de tener un derecho igual al mas extenso
sistema total de libertades básicas compatible con un sistema similar
de libertad para todos.
Segundo principio.
Las
desigualdades económicas y sociales han de ser estructuradas de manera
que sean para: 1. mayor beneficio de los menos aventajados, de acuerdo
con el principio de ahorro justo, y 2. unidos a los cargos y las
funciones asequibles a todos, en condiciones de justa igualdad de
oportunidades.
Estos principios de la justicia son estructurados de forma
serial y deben ser interpretados desde diversos principios, como por
ejemplo el de la diferencia y el de la imparcialidad. Según Rawls, el
principio de la diferencia exige que las superiores expectativas de los
más favorecidos contribuyan a las perspectivas de los menos aventajados
(los menos favorecidos por cada una de las tres clases principales de
contingencias económicas, sociales y naturales). Y las dos posiciones
pertinentes para mitigar la arbitrariedad de las contingencias natural y
social son la igual ciudadanía y el principio de interés común. El
principio de la diferencia supone también, la compensación,
reciprocidad, ventaja para todos y una interpretación del principio de
fraternidad (Rawls, 1997:98-107). El principio de imparcialidad
por su parte, implica que a la persona debe exigírsele que
cumpla con su papel tal como
lo definen las reglas de una institución, siempre y cuando ésta sea
justa y que los actos requeridos sean voluntarios (Rawls, 1997:
113/314). Según nuestro autor, los dos principios de justicia que él
ofrece, tienen dos ventajas; por un lado, por su carácter público
aseguran el compromiso de las partes en el cumplimiento de los
mismos, las personas sujetas a éstos tienden a desarrollar un deseo de
actuar conforme a ellos y a cumplir con sus tareas en las instituciones
que los ejemplifican, y por otro, fomentan el respeto que los hombres
tienen por sí mismos –que se trate como fines- y generan cooperación
social (Rawls, 1997: 170-173).
Rawls cree que el deber natural más importante de las
personas dentro de su propuesta es el de apoyar y fomentar instituciones
justas, esto es, obedecer y cumplir nuestro cometido en las
instituciones justas cuando éstas existan y se nos apliquen y facilitar
el establecimiento de acuerdos justos cuando éstos no existan (Rawls,
1997: 306-307)
Nuestro autor dentro de la tercera parte de Teoría
de la justicia trabaja el tema del bien, mismo que en algunas
ocasiones se encuentra entretejido en las dos primeras; sin embargo, y
sobre todo como respuesta a las diferentes críticas que se le han hecho
al respecto, ha tenido que ampliar y sistematizar esta cuestión. Así
en liberalismo político afirma
la distinción –no niega la complementación- entre lo justo y lo
bueno, y señala que de hecho en Teoría
de la justicia maneja
cinco ideas de bien, ya que una concepción política debe valerse de
varias ideas de bien, pero con la restricción de que las ideas del bien
que maneje deben ser ideas políticas, esto es, que deben pertenecer a
la concepción política razonable de la justicia de manera que puedan
ser compartidas por los ciudadanos libres e iguales y que no presupongan
ninguna doctrina particular plenamente o parcialmente comprensiva.
Los sentidos en que es entendido
el bien dentro de la propuesta de Rawls son: bondad como racionalidad;
la que supone la racionalidad de los proyectos de vida de cada uno de
los ciudadanos; la idea de bienes primarios que son los derechos
y libertades básicas, la libertad de movimiento y libre elección de
empleo en un marco de oportunidades variadas, los poderes y
prerrogativas de cargos y posiciones de responsabilidad en las
instituciones políticas y económicas de la estructura básica, los
ingresos y riqueza y las bases sociales del auto respeto; la idea de las
concepciones comprensivas permitibles del bien, esto es, la
obligación del Estado de asegurar a los ciudadanos la oportunidad de
promover las concepciones de bien afirmadas por ellos y la obligación
del este mismo de no favorecer o promover cualquier concepción
comprensiva en detrimento de otra; la idea de las virtudes políticas,
como por ejemplo las virtudes de la cooperación equitativa: civilidad,
tolerancia, razonabilidad y sentido de equidad, y la idea de bien en
una sociedad bien ordenada que es igual a un bien en dos sentidos:
1. para las personas individualmente consideradas significa que el
ejercicio de sus facultades morales les asegura el bien de la justicia y
las bases sociales del respeto propio y mutuo, y 2. el objetivo final
compartido, que es el bien social (Rawls, 1996:209-241).
4. Algunas reflexiones
finales
Al
iniciar este documento indicábamos que las diferentes propuestas éticas
pugnan entre sí por dar razón del fenómeno moral, y dimos como
referencia un escrito del Siglo XIX en el que se expresaba la existencia
de este hecho, si nos retrotraemos todavía más, por ejemplo al Siglo V
a.C. con Aristóteles nos encontraremos con que la disputa ya estaba
presente. Este hecho, sin embargo, no debe llevar a pensar que los
esfuerzos realizados por dar razón del ámbito práctico han sido inútiles
y que por tal se tiene que renunciar a ellos. El aliento para la
continuación puede leerse precisamente en los logros y en las metas
pendientes. El diálogo entre teorías éticas a través del tiempo,
muestra avances importantes y aquí el calificativo “importante”
toma pleno sentido si se considera la enorme complejidad del fenómeno
analizado que nada tiene que anhelar de las ciencias en el enfoque
tradicional de las mismas.
Actualmente,
ninguna teoría ética (al menos de las que aquí se presentan, con
bastante modestia, pero con la buena intención que, con Cortina, creo
se debe recuperar) niega la historicidad
del fenómeno moral, ni la existencia de un ethos
concreto –comunidad, mundo de la vida- o de la pluralidad de
formas de vida, y todas afirman la importancia de lo moral, como parte
de un vivir auténticamente humano y de una vida con sentido, e incluso
aunque no coincidan en la definición, todas admiten la existencia de
criterios de preferibilidad.
Las
diferencias entre las posturas actuales, viene dada por la definición
del punto de vista ético (la praxis aristotélica, las continuidades
históricas de la modernidad como fuente moral, la intersubjetividad o
una situación inicial); la separación o subsunción de lo justo y lo
bueno y la valoración del proyecto moderno (fracaso, necesidad de continuación,
necesidad de superación).
A
pesar de estas diferencias, que por supuesto habría que matizar en cada
caso (Cortina y Rawls aunque procedimentalistas, presentan preocupación
y alternativas al tema del bien e incluso la primera dentro de su última
obra, expone los bienes de justicia y bienes de gratuidad, tema que en
mucho completa el vacío del lógico procedimentalismo en esta materia
[Cortina,2001:159-171], Habermas lo sitúa en el mundo de la vida y
Taylor aunque sustancialista considera la pretensión de validez
universal de los juicios morales), la ética sigue teniendo tareas,
importantes y urgentes, en las que no cabe ni la asunción de un
chovinismo cultural, indeseable e inviable del estilo de Rorty, ni el
seudoargumento de que la teoría es una cosa y la realidad otra, porque
a final de cuentas la realidad del mundo práctico la construimos
nosotros cada día y a cada momento con nuestras decisiones y
actuaciones, con nuestras acciones y omisiones.
A
las teorías éticas les corresponde entablar un diálogo en serio, con
sentido, en el que el primer paso es tener presente que eso que tienen
por verdadero (Conill, 2001,60-65) ha de dar respuesta a un mundo
cada vez más integrado (criterios en economía, derecho y ecología) y
el cual no puede conformarse con criterios localistas o con el retorno a
prácticas que por el momento de evolución humana en el que nos
encontramos no pueden ya dar respuesta satisfactoria a los problemas que
de carácter global se nos plantean. La ética tiene que ser pensada
en su carácter universal y racionalizada en el sentido de que la vida
humana cobre su pleno sentido como tal.
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